La izquierda europea debió hacerse la misma reflexión que se hizo Rambo cuando se anunció que el Tratado Constitucional rechazado por franceses y holandeses sería ratificado por los gobiernos de cada país sin consulta popular mediante el llamado Tratado de Lisboa.
Quienes ostentan el poder en Europa demostraron una vez más que no les importa lo más mínimo la falta de legitimidad democrática de la que adolece el proceso de construcción de la Unión Europea.
La batalla contra el Tratado Constitucional Europeo era una batalla que no nos iban a dejar ganar.
Se ha actuado con total descaro: Giscard d'Estaing, redactor del Tratado Constitucional, afirmó que el Tratado de Lisboa es el mismo TCE pero “más digerible” gracias a los “cambios cosméticos” que se habían producido.
Ha pasado ya medio siglo del Tratado de Roma del 57, y actualmente los órganos que disponen de más poder en la UE siguen siendo los menos representativos y los que menos controles tienen: el Consejo, la Comisión, el Tribunal de Justicia o el Banco Central Europeo.
El único órgano representativo –el Parlamento– conserva una cierta capacidad de veto, pero continúa sin ser un auténtico legislador y ocupando un papel subalterno en el conjunto del aparato institucional.

La construcción “intergubernamental” que ha marcado desde el inicio el proceso de construcción europea se impone de nuevo. La discusión pública del nuevo proyecto de Tratado ha sido prácticamente nula.
Ahora Irlanda, el único país que para desgracia de sus gobernantes no pudo evitar el someter el Tratado de Lisboa a referéndum, ha dicho “no”. No importa, todo sigue adelante: Alemania, Francia y España, entre otros, ya han dicho que las ratificaciones deben continuar.
Nunca a los ciudadanos se les ha hecho saber tan abiertamente su condición de intrusos y de indeseables en la construcción europea.
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